Aquí “inventamos”
el rock madrileño
"Tú no sabes quién soy yo, pero has oído mi nombre...
Jim Dinamita soy yo...
En La Elipa nací y Ventas es mi reino ..
…delante,
en la avenida, o atrás en el callejón,
donde tú
más cameles, te espero yo"
Jim Dinamita – Burning – de su LP Madrid 1978
La historia de los últimos
sesenta años de nuestro barrio no es nada más que la historia del amiguismo, la
corrupción y la especulación. Y con ello no nos referimos a situaciones y
partidos políticos más o menos actuales. Estamos hablando de los años en que Franco
decidió erradicar el chabolismo y los destrozos de la guerra civil en la
ciudad. Los años en que puso al frente del Ministerio de la Vivienda a un
“prohombre” cuyo nombre suena mucho, mejor dicho, sonó en el barrio: José Luis
de Arrese.
Don José Luis era
arquitecto de profesión y uno de los duros del Movimiento, de los más puros
ideológicamente del falangismo. A lo mejor, por ello el Caudillo lo sacó de la
Secretaría General del Movimiento y lo puso al frente de un ministerio,
teniendo miedo de que le recordara aquello de la revolución prometida.
Muchas paredes de la Elipa
todavía exhiben yugos y flechas, como sus hermanas de San Blas o de la
Concepción, tres de los barrios que sirvieron para contener a esa oleada de
españolitos pobres y desarrapados que nos había dejado la guerra y buscaban en
la capital trabajo y futuro.
Pero el barrio, antes que
contenedor de emigrantes interiores, fue un gran espacio donde campaban
traperos, carboneros y ladrilleros. Todavía hay quienes recuerdan el Tejar de Sixto. Sus trabajadores fueron
los que en 1924 festejaron las primeras fiestas religiosas del barrio.
Pero mucho más atrás en el
tiempo, cuando no era más que un gran baldío a las orillas de un arroyo, el
Abroñigal, que hacía serpentear su cauce por donde ahora serpentean coches
atascando la M-30, el rey de la época le regaló a D. Miguel Ximenex de Luján
este erial que bautizó como Señorío de La Elipa, en honor a su esposa, doña
Phelipa de Vargas.
Durante la Edad Media,
junto a la Encomienda de Moratalaz y el Monte de Coslada fueron terrenos
dedicados al cultivo de la vid. Formaban parte del término de Vicálvaro, el
antiguo Vicus Albus romano.
Acercándonos a años
recientes, allá por 1886, Madrid estaba necesitada de nuevos terrenos para
construir un nuevo cementerio. Los sacramentales habían quedado pequeños y el
Ayuntamiento decidió comprar a Vicálvaro los terrenos en que se levantó el
Cementerio de Nuestra Señora de la Almudena. Al principio se lo conoció, y los
viejos del lugar siguen llamándolo así, como Cementerio del Este, el más grande
de Europa según dicen algunas crónicas.
También existieron, hasta
hace relativamente pocos años, vaquerías en los aledaños del arroyo. Estos
fueron los últimos terrenos que se expropió para la construcción masiva de
viviendas.
Pero nuestras calles no
sólo recuerdan al ilustre falangista de don José Luis, ya extinto en el
callejero. Hoy brilla en los carteles del Ayuntamiento el del vizcaíno Blas de
Otero, uno de los principales poetas sociales de los años cincuenta. Su calle principal
recuerda al marqués de Corvera, con “v” por el siglo XVII, en que Carlos II lo
creó para Pedro de Molina y Rodríguez de Junterón.
Pero, irónicamente, el
callejero también nos regala, eso si castellanizado, a Pablo Lafargue, nada
menos que el yerno de Karl Marx, un franco-hispano-cubano
que vivió especialmente en Londres y París, médico, periodista y revolucionario
socialista en la Comuna de París, que
dejó para la posteridad El derecho a la
pereza.
El resto son santas y santos
de los más diversos. Bueno si no contamos con el regalo de la calle de las
Trece Rosas, las trece chavalas socialistas fusiladas al final de la guerra
civil contra las paredes del cementerio.
Pero el mejor legado del
barrio son su gente, anónimos obreros y trabajadores desconocidos. De esos de
levantarse al alba y acostarse cuando se echaba la noche. De sufrir para llegar
a fin de mes y pagar la cuota de la hipoteca a principio del siguiente.
Y con los Burning llegó el rock a nuestras calles, esa música dura que se convirtió en un
signo de identidad del barrio, tanto como la desvencijada estatua del dragón,
verde y pintarrajeado, que esperamos que un día vuelva a escupir niños por su
boca y que en sus días formó parte de los créditos de la pandilla de Barrio Sésamo.
Y, desde 2007, después de
infinitas protestas, manifestaciones y recogida de firmas, ¡tenemos Metro!