miércoles, 30 de enero de 2019


Aquí “inventamos” el rock madrileño

"Tú no sabes quién soy yo, pero has oído mi nombre...
Jim Dinamita soy yo...
En La Elipa nací y Ventas es mi reino ..
…delante, en la avenida, o atrás en el callejón,
donde tú más cameles, te espero yo"

Jim Dinamita – Burning – de su LP Madrid 1978




La historia de los últimos sesenta años de nuestro barrio no es nada más que la historia del amiguismo, la corrupción y la especulación. Y con ello no nos referimos a situaciones y partidos políticos más o menos actuales. Estamos hablando de los años en que Franco decidió erradicar el chabolismo y los destrozos de la guerra civil en la ciudad. Los años en que puso al frente del Ministerio de la Vivienda a un “prohombre” cuyo nombre suena mucho, mejor dicho, sonó en el barrio: José Luis de Arrese.

Don José Luis era arquitecto de profesión y uno de los duros del Movimiento, de los más puros ideológicamente del falangismo. A lo mejor, por ello el Caudillo lo sacó de la Secretaría General del Movimiento y lo puso al frente de un ministerio, teniendo miedo de que le recordara aquello de la revolución prometida.

Muchas paredes de la Elipa todavía exhiben yugos y flechas, como sus hermanas de San Blas o de la Concepción, tres de los barrios que sirvieron para contener a esa oleada de españolitos pobres y desarrapados que nos había dejado la guerra y buscaban en la capital trabajo y futuro.

Pero el barrio, antes que contenedor de emigrantes interiores, fue un gran espacio donde campaban traperos, carboneros y ladrilleros. Todavía hay quienes recuerdan el Tejar de Sixto. Sus trabajadores fueron los que en 1924 festejaron las primeras fiestas religiosas del barrio.

Pero mucho más atrás en el tiempo, cuando no era más que un gran baldío a las orillas de un arroyo, el Abroñigal, que hacía serpentear su cauce por donde ahora serpentean coches atascando la M-30, el rey de la época le regaló a D. Miguel Ximenex de Luján este erial que bautizó como Señorío de La Elipa, en honor a su esposa, doña Phelipa de Vargas.

Durante la Edad Media, junto a la Encomienda de Moratalaz y el Monte de Coslada fueron terrenos dedicados al cultivo de la vid. Formaban parte del término de Vicálvaro, el antiguo Vicus Albus romano.

Acercándonos a años recientes, allá por 1886, Madrid estaba necesitada de nuevos terrenos para construir un nuevo cementerio. Los sacramentales habían quedado pequeños y el Ayuntamiento decidió comprar a Vicálvaro los terrenos en que se levantó el Cementerio de Nuestra Señora de la Almudena. Al principio se lo conoció, y los viejos del lugar siguen llamándolo así, como Cementerio del Este, el más grande de Europa según dicen algunas crónicas.

También existieron, hasta hace relativamente pocos años, vaquerías en los aledaños del arroyo. Estos fueron los últimos terrenos que se expropió para la construcción masiva de viviendas.

Pero nuestras calles no sólo recuerdan al ilustre falangista de don José Luis, ya extinto en el callejero. Hoy brilla en los carteles del Ayuntamiento el del vizcaíno Blas de Otero, uno de los principales poetas sociales de los años cincuenta. Su calle principal recuerda al marqués de Corvera, con “v” por el siglo XVII, en que Carlos II lo creó para Pedro de Molina y Rodríguez de Junterón.

Pero, irónicamente, el callejero también nos regala, eso si castellanizado, a Pablo Lafargue, nada menos que el yerno de Karl Marx, un franco-hispano-cubano que vivió especialmente en Londres y París, médico, periodista y revolucionario socialista en la Comuna de París, que dejó para la posteridad El derecho a la pereza.

El resto son santas y santos de los más diversos. Bueno si no contamos con el regalo de la calle de las Trece Rosas, las trece chavalas socialistas fusiladas al final de la guerra civil contra las paredes del cementerio.

Pero el mejor legado del barrio son su gente, anónimos obreros y trabajadores desconocidos. De esos de levantarse al alba y acostarse cuando se echaba la noche. De sufrir para llegar a fin de mes y pagar la cuota de la hipoteca a principio del siguiente.

Y con los Burning llegó el rock a nuestras calles, esa música dura que se convirtió en un signo de identidad del barrio, tanto como la desvencijada estatua del dragón, verde y pintarrajeado, que esperamos que un día vuelva a escupir niños por su boca y que en sus días formó parte de los créditos de la pandilla de Barrio Sésamo.

Y, desde 2007, después de infinitas protestas, manifestaciones y recogida de firmas, ¡tenemos Metro!


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